Los adornos del árbol
Claudia Céspedes Arteaga
─ ¡Ese
color no combina!
─ ¡Mamá,
no alcanzo!
─ ¡Ay
que lindas las luces!
─ ¡Mamaaaa,
me toca poner la estrella este año!
Una tras otra siguen las exclamaciones en torno a la decoración del árbol. La
casa está brillando de limpia, todas las ramas ya están ocupadas, menos una, la
más vistosa, que aún está vacía al igual que mi corazón.
Esa rama, ahora pertenece al avión de latón más bello que se puedan
imaginar, pero no siempre fue así.
No sé si todas las historias son bellas, pero estoy segura de que todas
marcan de alguna manera el corazón.
Había conseguido mi primer trabajo y quise agradecer al Niño Dios comprando
un juego nuevo de adornos para el árbol, más moderno… más fashion. El obsequio
fue recibido con mucho agrado por mi familia que aún estaba completa, no por la
novedad, sino porque ya, ambos cachorros teníamos las herramientas para ser
independientes y con alegría nos pusimos a adornar nuestra casita, que en estas
fechas se ponía aún más acogedora.
Mi hermano trajo unos chocolates con marshmelos, traídos de no sé dónde, y
siempre era el encargado de trepar al ropero y bajar las cajas, no se si por
espíritu navideño o solo por curiosear y hurguetear todo lo que no podíamos ver
en días normales. Además, los 3 cofres de regalo que tenían los Reyes Magos de
nuestro nacimiento eran y siempre serán muy atractivos. Tenían vajillas enanas,
trompos diminutos y un mini largavista, que funcionaba, aunque por su tamaño
podía perderse en la palma de la mano.
Papá empezaba, como cada año, su pelea con las luces, ─ Primero hay
que estirar las luces, y ver que todos los focos enciendan ─decía muy
serio. Ponía un foco y quitaba otro hasta hacer que el circuito completo
funcione o por lo menos hasta intentarlo. Aprendimos algo de paciencia y
también de electricidad, pero no a saborear el éxito. Focos 10 – papá 0.
Mamá, que era mi cómplice en las burlas al respecto, ya había comprado un
juego de luces nuevo, porque conocíamos el desenlace. Además, tenía todo listo
para hacernos limpiar hasta el más mínimo hueco de la casa, puesto que no
podíamos recibir las bendiciones de cada año con casa sucia.
Finalmente, la decoración estaba lista y el árbol terminado. Me sentía tan
feliz y orgullosa que lo documenté en fotos, algunas con sonrisa obligada debido
al tema de las luminarias.
Al día siguiente, quise tomar más fotos del árbol, pero casi me desmayo,
porque alguien había colocado en la parte frontal y más vistosa un pequeño,
viejo y en partes oxidado avión de latón, con una escarapela pintada en las
alas y dos rueditas de madera ensartadas a un alfiler.
─¿Quién
arruinó el árbol?
Era mi único discurso y quise arrancarlo de inmediato, pero la sabia mano
de mi madre lo evitó. Me pidió que espere hasta la tarde a estar juntos con la
familia. La espera fue horrorosa y yo solo podía practicar los argumentos y
adjetivos más punzantes que pudieran darme la razón.
Por fin llegó el momento de la verdad, estábamos sentados al rededor del
árbol con una taza de café recién destilado, que no podía ser más amargo que la
expresión de mi cara.
Papá no sabía nada de mi berrinche y me miraba con los ojos más bellos de
la vida.
– Viejo, ¿nos cuentas la historia de tu avioncito por favor? ─ dijo
mi mami, que con solo la mirada me pidió que escuchara atenta.
Como saben, papi empezó el relato, yo me crie en diferentes orfanatos en
los que la Navidad no era la fecha favorita por razones obvias. Tenía cinco
años y era el más pequeño de los huérfanos por ese entonces. Nadie había venido
a visitarme, ni siquiera mis hermanastros mayores, que se disputaban mi tutela
para recoger la pensión que recibíamos los hijos de militares fallecidos.
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