Cuento "Ana tiene hambre" de Laurentina

28.04.2020

Te presentamos el cuento "Ana tiene hambre" escrito por una de nuestras escritores emergentes y miembro de nuestro Club, Laura Valentina Saavedra. 

ANA TIENE HAMBRE

Laurentina

Te despertó en la noche, cuando volvías a soñar que desaparecías entre todos y nadie se daba cuenta.

No había nadie en la habitación, excepto tu propio reflejo asomado en el espejo de cuerpo completo detrás del ropero. La voz que escuchaste no era tu voz. Los labios de la chica que te devolvía la mirada, pétreos, tenían esa apariencia de no haberse cerrado nunca.

Te repetiste, como muchas otras veces, que el hambre te hacía escuchar cosas y cerraste los ojos una vez más. En las horas siguientes el siseo insistente de las sombras se volvió más nítido, agresivo. Murmullos, risas, la puerta del ropero abriéndose, cerrándose, escuchas la bisagra, su chirrido, ese insoportable ruido. Pensaste que alguien en tu casa debió despertarse, que alguien escuchó algo y subiría a ver qué pasaba. Y tu espera fue en vano, tanto como el recordatorio de que te habías vuelto invisible para todos y ya nadie te escuchaba. A nadie le importaba si no dormías bien.

Solo a ella, la del espejo, y quería que la miraras. Hace tiempo no te acercabas. Porque ya no la reconocías. El color púrpura rodeando sus ojos ya no se veía atractivo, eran sombras profundas, sin reflejo, donde podrías caer si no parpadeabas. Las seductoras cuchillas que tenía en donde debían estar las clavículas te apuntaban amenazantes, con ganas de rasgar la piel, astillarse y lanzarse a través del espejo hacia ti. Y mientras más bajabas la mirada, peor se pintaba el paisaje ante tu valentía. Te dolía seguir mirando, no querías encontrarte con el vacío, porque sabías que esa voz, la que te hablaba y despertaba cada noche, no resonaba en sus labios sino, allí, en su ombligo. Desde el hundido espacio de su estómago. Desde la compresión de sus intestinos, desde esa cuna infértil donde agonizaba todo.

Aunque la luz del sol entra por la ventana, su calor no te alcanza. No hay nada que pueda calentar. Quizá una brisa borraría el fútil intento de mantenerte viva frente al espejo que observas pero no miras.

Solo un picoteo afuera en el cristal es suficiente para que gires el cuello. Tus vértebras cervicales se frotaron una contra la otra, su sonido retumbó en la habitación o solo en tus oídos. Ya no lo distingues, así como no distingues si te han dejado de escuchar o solo has dejado de existir.


Tus pasos te llevan hacia la ventana y observas al gorrión como una maravilla y una señal que llegó sin que la pidieras.

Abriste la ventana acariciando la cornisa, sintiendo la vibración en los huesos de tus dedos, y luego en los de tus brazos y luego en todo tu cuerpo. El gorrión seguía allí, moviendo la cabeza de lado a lado, piando su canción de buenos días.

Tus dedos eran como ramitas a las que sus filosas garras se aferraron con facilidad. El pensamiento que cruzó por tu cabeza fue que el desgraciado pesaba más que tú. Lo acercaste, lo esnifaste como si fuera una droga cualquiera. Era el primer ser de sangre caliente que se te acercaba en meses. Y estaba demasiado cerca.

Tus labios secos, partidos, delgados. Tus dientes amarillos y débiles.

Después de haber pasado tanto tiempo sin abrir la boca pensaste que habrías olvidado cómo hacerlo, pero es parte del instinto humano ser voraz.

Mientras los crujidos hacían temblar tu mandíbula solo pudiste pensar en cuánto tiempo te tomaría acostumbrarte a las plumas incrustadas entre los dientes.


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