ANA TIENE HAMBRE
Laurentina
Te despertó en la noche, cuando volvías a soñar que
desaparecías entre todos y nadie se daba cuenta.
No había nadie en la habitación, excepto tu propio reflejo
asomado en el espejo de cuerpo completo detrás del ropero. La voz que
escuchaste no era tu voz. Los labios de la chica que te devolvía la mirada,
pétreos, tenían esa apariencia de no haberse cerrado nunca.
Te repetiste, como muchas otras veces, que el hambre te
hacía escuchar cosas y cerraste los ojos una vez más. En las horas siguientes
el siseo insistente de las sombras se volvió más nítido, agresivo. Murmullos,
risas, la puerta del ropero abriéndose, cerrándose, escuchas la bisagra, su
chirrido, ese insoportable ruido. Pensaste que alguien en tu casa debió
despertarse, que alguien escuchó algo y subiría a ver qué pasaba. Y tu espera
fue en vano, tanto como el recordatorio de que te habías vuelto invisible para
todos y ya nadie te escuchaba. A nadie le importaba si no dormías bien.
Solo a ella, la del espejo, y quería que la miraras. Hace
tiempo no te acercabas. Porque ya no la reconocías. El color púrpura rodeando
sus ojos ya no se veía atractivo, eran sombras profundas, sin reflejo, donde
podrías caer si no parpadeabas. Las seductoras cuchillas que tenía en donde
debían estar las clavículas te apuntaban amenazantes, con ganas de rasgar la
piel, astillarse y lanzarse a través del espejo hacia ti. Y mientras más
bajabas la mirada, peor se pintaba el paisaje ante tu valentía. Te dolía seguir
mirando, no querías encontrarte con el vacío, porque sabías que esa voz, la que
te hablaba y despertaba cada noche, no resonaba en sus labios sino, allí, en su
ombligo. Desde el hundido espacio de su estómago. Desde la compresión de sus
intestinos, desde esa cuna infértil donde agonizaba todo.
Aunque la luz del sol entra por la ventana, su calor no te
alcanza. No hay nada que pueda calentar. Quizá una brisa borraría el fútil
intento de mantenerte viva frente al espejo que observas pero no miras.
Solo un picoteo afuera en el cristal es suficiente para que
gires el cuello. Tus vértebras cervicales se frotaron una contra la otra, su
sonido retumbó en la habitación o solo en tus oídos. Ya no lo distingues, así
como no distingues si te han dejado de escuchar o solo has dejado de existir.