La
Paz, otoño de un 2022
Ignacio,
el de todos los atardeceres:
Dicen
que las cartas de amor son también cartas de despedida. Quizás porque no hay
muestra de amor más grande que la nostalgia, esa que se pronuncia padeciendo
cada letra y estremeciendo los sentidos hasta confluir en una sonrisa
invertida, empotrada detrás de los dientes. Esa, que te pone frente al espejo y
te deja con vos.
¿Contarte? Hacen setecientos veintitrés
días que dejé de hacer cuentas. Ahora prefiero el color de un buen domingo en la
primera ventana de este café lleno de retratos, quizás porque siento que acá
puedo acunar las esquinas, o esconderme para buscarte en el nudo que despunta
en el lado izquierdo de mi cicatriz.
Antes
de aquel día pasó todo, repicó el tun tun y solo conjuré que crezcas como el
fuego, que no te falten dudas, pero tampoco fe, caminos y un lugar donde
volver. El lugar sigue acá, es un poco más pálido, todavía es enero, y se
parece más a lo que Tristao de Andre llama "la presencia de la ausencia" cuando
habla de la nostalgia, de la saudade. Creo que al fin puedo describirla cuando pienso en el abrazo que nunca nos
dimos.
Fueron
muchos días de mirar detrás del vidrio, ya te dije, no hago más cuentas. Días
de no escribir nada, de surcar como riada, de apretar los brazos enterrados
entre las rodillas, de un letargo que me arrancó las palabras. Ahora puedo
nombrarte, "te me moriste" y aunque existan mil formas para detestar tu
silencio, prefiero decirte que eres "las primeras letras" que vuelvo a parir,
una a una y en montón.
Esta
no es una carta de despedida, es una carta de amor con la que te arrullo entre
los cometas.
Mamá