Presentamos "La Navidad que no brillaba, solo abrigaba", un conmovedor relato de Ana Belén Castro Gómez. Este cuento nació en el taller de escritura creativa "Cómo escribir un cuento de navidad", organizado por nuestro Club de Lectura La Paz y guiado por la escritora Lourdes Reynaga.
Cuento "La Navidad que no brillaba, solo abrigaba" de Ana Belén Castro Gomez
Presentamos "La Navidad que no brillaba, solo abrigaba", un conmovedor relato de Ana Belén Castro Gómez. Este cuento nació en el taller de escritura creativa "Cómo escribir un cuento de navidad", organizado por nuestro Club de Lectura La Paz y guiado por la escritora Lourdes Reynaga.

La Navidad que no brillaba, solo abrigaba.
Ana Belén Castro Gomez
Lluvia fina cae sobre el empedrado y huele a tierra, a diciembre. En la Plaza Murillo, las luces parpadean como luciérnagas cansadas, amarillas y obstinadas, aferradas a los cables, al tiempo y al frío. Alguien, cerca de la esquina donde venden chocolate y buñuelos, canta "Huachi Torito" con una voz delgada, pero clara.
Me detengo con mi taza de chocolate caliente entre las manos. El vaso de plástico tiembla apenas en mis dedos viejos. Los nudillos se me han vuelto montañas pequeñas, torcidas. El vapor me empaña los lentes. Las manos entumidas, el alma un poco rota. Los niños corren con pan dulce entre risas, mochilas colgando, algunos con gorritos rojos de oferta, otros con chalinas remendadas. Por un segundo, el mundo parece reconciliado.
Cierro los ojos y dejo que el villancico me atraviese.
"Huachi torito…"
Pienso en el niño solitario que ofreció su torito al Niño Dios, sin quedarse con nada, y murmuro para mí: la fe también puede oler a canela y lluvia. Puede oler a chocolate espeso, a pan añejo calentado en el fogón, a ropa húmeda secándose cerca del brasero. A veces la Navidad no brilla. A veces simplemente abriga.
Me siento en una banca, frente al árbol grande que han levantado al borde de la plaza, todo cargado de esferas plásticas y estrellas que parecen más cansadas que festivas. La Catedral se recorta contra el cielo gris, el Palacio se ilumina a retazos, los soldados se encogen de hombros en sus puestos, soplando sobre los dedos para robarnos un poco de calor al aire helado.
Tengo ochenta y tantos años; ya he dejado de contarlos con exactitud. El médico dijo que mi corazón está "gastado", como si fuera un zapato viejo. Yo le respondí que, si está gastado, es porque caminó lo que tenía que caminar. Él frunció el ceño; yo me reí. Ahora, cada vez que subo estas gradas, las rodillas protestan y el pecho hace un pequeño ruido, como de timbre viejo. Pero esta plaza es el lugar donde mi memoria viene a sentarse conmigo. Y hoy, que huele tan fuerte a diciembre, sé que la Navidad de mi niñez va a venir a visitarme.
No fui huérfano, aunque a veces lo pareciera. Tenía padre, pero el trabajo y la vida se lo llevaron lejos; tenía hermanas, Juana y Adelaida, pero se quedaron en el pueblo, ayudando en la casa después de que mamá se fue. Yo crecí en un internado de varones, a las afueras de la ciudad. Una casona fría, con dormitorios largos donde las camas se alineaban como soldados, y un patio de cemento que en invierno parecía de hielo.
Recuerdo nítidamente la Navidad posterior a la muerte de mi madre. Tenía once años. Habían pasado solo unos meses desde que la enterramos bajo un cielo que, me pareció entonces, se había caído sobre nosotros. No olvido el olor a flores marchitas, ni la forma en que Juana apretaba el rosario tan fuerte que le quedaron las cuentas marcadas en la palma.
En el internado, la Navidad era, en teoría, una fiesta. Ponían un nacimiento chiquito en la capilla, los curas hablaban del Niño que vino a traer esperanza, y nos daban una sopa un poco menos rala que de costumbre y un pedazo de pan dulce, duro pero dulce al fin. Muchos compañeros se iban con sus familias. Yo no. Yo me quedaba mirando cómo se vaciaban las camas del dormitorio hasta que el silencio se volvía demasiado grande.
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Esa Navidad, sin embargo, llegó una encomienda.
Lo recuerdo como si tuviera otra vez los pies metidos en ojotas sobre el piso helado del pasillo. El portero, don Esteban, gritó mi nombre con su voz cascada:
—¡Oye, Gomez! ¡Te ha llegado un paquete!
Me levanté de un salto, casi sin creerlo. Mi corazón de niño golpeaba tan fuerte el pecho que pensé que todos podrían oírlo. Bajé las escaleras corriendo, esquivando a los que jugaban trompo en el patio. Don Esteban, envuelto en su chompa gruesa, sostenía una caja envuelta en papel manila, con mis nombres escritos chuecos, con la letra de alguien que aprendió a escribir entre ollas y telas.
—Es de tus hermanas, mira —dijo, y me pasó el bulto con una sonrisa que le arrugó aún más la cara—. Firman Juana y Adelaida.
El olor me llegó incluso antes de abrirla: un aroma de casa, de cocina de adobe, de leña y especias. La llevé a un rincón del patio, donde no daba tanto el viento, y comencé a deshacer con cuidado el hilo.
Adentro había un olla pequeña con picana, envuelta en una manta para que no se enfriara tanto; junto a esta un pedazo de pan dulce casero, con pasas tímidas y unas pocas frutas confitadas incrustadas como joyas baratas; masitas de anís en una bolsita de tela; tres trozos pequeños de turrón envueltos en papel periódico; y una bufanda tejida a mano, de lana gruesa y rústica.
En el fondo, un papel doblado, casi temblando de tinta:
"José,
No podemos ir a verte, pero pensamos en ti. Te extrañamos. Mamá te debe estar cuidando desde el cielo. No te olvides de rezar. Que esta comida te abrace un poquito.
Con cariño,
Juana y Adelaida."
La letra era la de Juana, lo sé por las curvas grandes de las "j". Se me nublaron los ojos. Me quedé mucho rato con el papel en la mano, sin moverme, sintiendo el nudo en la garganta crecer y crecer.
Fue entonces cuando lo vi: Augusto.
Era el hijo del portero, un niño dos años mayor que yo, pero más bajito. Tenía una pierna mala desde que nació, así que cojeaba al caminar. Lo veía todos los días recoger las pelotas que salían del patio, cargar baldes de agua, ayudar a su papá a barrer. Nunca llevaba uniforme, solo ropa vieja y un suéter deshilachado. Sus ojos eran grandes, negros, atentos, como de perro que ha aprendido a medir los peligros.
Estaba apoyado en la puerta del corredor, mirándome con esa mezcla de curiosidad y vergüenza que tienen los que saben que no les toca nada. No me dijo una palabra, pero sus ojos se clavaron un segundo en el pan dulce y luego huyeron, como si los hubiera pillado robando.
Dentro de mí se abrió una batalla. Una voz decía: "Es tu regalo, hace cuánto que no comes esto, cómetelo todo, esta vez te toca solo a ti". Otra, más bajita pero más terca, susurraba algo de mamá, de lo que ella habría hecho, de lo que ella nos enseñaba cuando partía el pan en cinco, aunque alcanzaba mal para tres.
Lo miré a él. Miré la caja. Volví a mirarlo. Tragué saliva.
—Oye, Augusto… —lo llamé.
Él se enderezó, como si alguien hubiera encendido una luz.
—¿Qué? —respondió, arrastrando un poco la pierna al acercarse.
—Es de mi casa —le dije, levantando el pan dulce—. ¿Quieres un pedazo?
No olvidaré nunca la manera en que se le iluminaron los ojos. Era como si alguien hubiera encendido todas las luces de la plaza de golpe solo para él. Se acercó despacio, casi con miedo.
—¿Seguro? —preguntó—. Es tuyo.
Asentí.
—Mi mamá… —empecé a decir, pero la voz se me quebró—. Mi mamá siempre decía que la comida se pone triste si no se comparte.
No era exactamente lo que decía mamá, pero sonaba a algo que ella podría haber dicho para convencerme de partir la última galleta.
Nos sentamos juntos en ese rincón del patio. Partí el pan dulce en dos trozos casi iguales, cuidando de que a él le tocara el más grande. Le di una masita de anís y un pedazo de turrón. Él los tomó con una delicadeza que me desarmó, como si en lugar de comida le estuviera entregando una hostia.
—Gracias —susurró, sin mirarme, con las orejas rojas.
Empezamos a comer en silencio. La picana, fría ya, seguía sabiendo a casa: caldo con carnes mezcladas, pedacitos de choclo, zanahoria dulce. El pan crujía un poco por fuera y estaba suave por dentro. Las masitas se deshacían en la boca, dejando ese sabor de anís que siempre me hace pensar en las manos de mujeres que amasan mientras cantan bajito.
De pronto, me di cuenta de que el patio ya no estaba tan frío. El viento seguía soplando, los curas seguían allá dentro, cantando villancicos desafinados, pero había algo diferente: un calor raro, que no venía del cuerpo sino de algún rincón adentro del pecho.
—Mi mamá murió hace poco —dije, casi sin pensar.
Augusto dejó de masticar. Me miró, serio, con sus ojos grandes.
—Lo sé, mi papá dice que era una santa —murmuró—. A veces hablaba con ella cuando venía a dejarte. Él decía que siempre le daba un pancito aunque él no lo pidiera.
Recordé esa escena de pronto, como si alguien hubiera prendido una lámpara en mi memoria: mamá en la puerta del internado, sacando de su aguayo un pan de batalla y pasándoselo al portero. "Es para el chico, don Esteban, siempre está corriendo, se le van las fuerzas", decía. Y luego, riendo: "Y si usted agarra un pedazo, tampoco se va a enojar nadie".
Se me llenaron los ojos de lágrimas otra vez.
—Tal vez —dije—, si nos ve desde donde esté… hoy está contenta.
Augusto asintió, serio, y tomó el último trozo de pan como si fuera una flor.
—Yo creo que sí —respondió—. Las mamás felices huelen a comida caliente. Y ahorita huele bien.
Aquella fue la mejor Navidad de mi vida.
Sé cómo suena. Parece loco. Era una Navidad pobre, en un internado frío, sin árbol ni regalos envueltos. Tenía un padre ausente, una madre muerta, hermanas a las que extrañaba como si me hubieran arrancado medio cuerpo. Pero ese pedazo de pan compartido con un niño cojo en un patio de cemento se convirtió, con los años, en el centro mismo de mi idea de la Navidad.
Desde entonces, cada diciembre, cuando empieza a llover sobre el empedrado y el aire de La Paz se llena de olor a tierra mojada y a chocolate con canela, recuerdo la encomienda de Juana y Adelaida. Recuerdo sus manos apretando las monedas para enviar la caja, el esfuerzo detrás de cada pasita. Recuerdo a mamá envolviendo una bufanda parecida años antes, enseñándoles a mis hermanas a amaestrar la lana.
Y recuerdo a Augusto. No sé qué habrá sido de él. Pasaron los años; yo dejé el internado, me fui a trabajar, la vida me arrastró por oficinas, sindicatos, marchas, mesas de madera y papeles timbrados. Una vez volví a buscarlo. El nuevo portero me dijo que hacía tiempo que la familia se había ido "a los Yungas, creo". Nunca más supe de él. A veces lo imagino viejo, con un bastón que reemplazó a su pierna mala, repartiendo pan a sus nietos, riendo con la boca llena.
Abro los ojos. La Plaza Murillo retumba sutilmente con los pasos de los niños, los gritos de los caseritos ofreciendo "¡chocolate caliente, api, buñuelitos!". El cantante de "Huachi Torito" se ha ido, pero alguien ha puesto la canción en un parlante pequeño. La melodía suena un poco distorsionada, pero el corazón la entiende igual.
Llevo el vaso de chocolate a los labios. Está tibio todavía. Sabe a canela, a leche entera, a calle húmeda. Sabe a aquella Navidad en el internado, a la carta de mis hermanas, a la voz de mamá rezando en quechua bajito cuando creía que dormíamos.
Aprieto la bufanda contra el cuello. No es la de la encomienda; esa se gastó hace décadas, se llenó de agujeros y se convirtió en trapos para limpiar. Pero cada bufanda que me he puesto desde entonces ha tenido un poco de aquella, de ese abrazo tejido desde lejos.
Pienso que, si esta es mi última Navidad en la plaza, no está mal. He tenido suficientes luces, suficientes silencios, suficientes mesas compartidas. Hay un cansancio dulce en mis huesos, como después de bailar una morenada demasiado larga. La diferencia es que ahora no tengo que levantarme mañana a trabajar.
La lluvia arrecia un poco. Algunas personas corren a guarecerse bajo los soportales. Yo me quedo sentado. Me gusta cómo suena el agua al chocar contra el empedrado. Me recuerda los pasos apurados de los chicos en el internado, la noche en que compartí mi pan dulce con Augusto. Pienso que, tal vez, haya un lugar donde la Plaza Murillo se encuentre con aquel patio de cemento. Un lugar donde mamá me espera con un aguayo al hombro, Juana y Adelaida arreglan la mesa, y Augusto viene cojeando, pero rápido, a ver si todavía queda un trozo de turrón.
Cierro los ojos de nuevo. Dejo que el murmullo de la plaza, el cantito lejano de "Huachi Torito", la lluvia, el olor a chocolate y a tierra mojada se mezclen en un solo tejido. Siento que algo me afloja el pecho, como si me quitaran un cinturón demasiado apretado.
No sé si me estoy quedando dormido o si simplemente me estoy acordando muy fuerte.
Lo último que pienso, antes de entregarme a ese cansancio tibio, es que la Navidad, al final, no es el árbol, ni las luces. Es la encomienda de alguien que se acuerda de ti. Es partir el pan justo por la mitad, aunque tengas hambre. Es un niño cojo que sonríe con la boca llena. Es la certeza silenciosa de que, en algún lugar, las personas que amaste te siguen abrazando con su memoria.
La fe, me digo una vez más, también puede oler a canela y lluvia.
Y a veces la Navidad no brilla.
A veces simplemente abriga.
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