Cuento "Má" de Laurentina

06.06.2020

Te presentamos uno de los tres mejores cuentos escritos en el taller online de escritura creativa "Cómo escribir un cuento de horror", facilitado por el escritor Mauricio Murillo y organizado por nuestro Club de Lectura La Paz.

Laurentina

Había empezado a olvidar algunas cosas. No recordaba cuándo me di cuenta de aquello, aunque cada mañana, como aquella, me daba cuenta de que seguía olvidándolas.

Me obligué a bajar de la cama y arrastré mis pies por el pasillo hacia el teléfono que no dejaba de sonar. Apoyé mi oreja contra el plástico frío y empolvado y mi voz salió ronca, con esfuerzo. Al otro lado, una voz más jovial y en alto volumen habló.

-¡Feliz cumpleaños, mamá! -me costó reconocer la voz de Rebeca. La escuchaba encantadora, más adulta. Podía no ser ella. Sacudí la cabeza y pensé en colgar el teléfono, pero antes de que me despegara del aparato recordé que Rebeca había crecido, que ahora era una mujer y ya no la niña que me llamaba a la oficina cada tarde para preguntar a qué hora regresaría a casa.

-¿Becky? Qué sorpresa escucharte, hijita, cuánto tiempo.

-Qué exagerada, . -protestó. Ahora sí sonaba como mi Becky, reprochándome mis manías y mis achaques. Me quedé callada al teléfono, imaginándome que Rebeca estaba ahí en el pasillo conmigo.

-¿Má?

-Sí, sí, ¿en qué te ayudo?

-Es tu cumpleaños -guardé silencio una vez más y el labio inferior me tembló ligeramente. ¿Qué día era? ¿En qué mes estábamos? Mis ojos viajaron desde los botones del teléfono hacia el calendario colgado en la pared. Marcaba diciembre del 2019.

-Gracias, hija -mis párpados cayeron suavemente, agradecí que Rebeca no me hubiera visto encogida como estaba. ¿Había olvidado la fecha? Llevaba días sin prestarle atención al calendario, lo cambiaba cada domingo, durante las limpiezas. Ahora no recordaba si lo había cambiado el último domingo, tampoco recordaba la última vez que me había acercado a esos números en la pared.

-Hablé con el Guichi para recogerte a las doce -saber aquello hizo que olvide momentáneamente el calendario. Guillermo había vuelto de su viaje, eso me hacía sonreír, era solo un niño cuando lo despachamos a Uruguay.

-Qué felicidad, Becky, tengo muchas ganas de verlo.

-Entonces espéranos lista.

-¿Qué?

-Para ir a almorzar, má.

-No, no, para qué van a gastar, mejor vengan y les prepararé un ají de arvejas, para celebrar que el Guichi ha vuelto -sentía que los ojos se me habían humedecido, veía borroso y solo alcancé a limpiarme las ojeras con el dorso de mi mano. Mis nudillos estaban fríos. Bajé la mirada y vi que mis pies estaban descalzos, aunque podía asegurar que me había puesto las pantuflas.

-Sabía que nos ibas a salir con algo así, el festejo se supone que es para vos -¿Becky estaba enojada? Desde que era pequeña ella había pensado que quería más a su hermano que a ella. En vano había intentado convencerla de que ambos eran tan diferentes.

-Entonces prepararé lasaña, para que también estés contenta.

-Ya, má, le diré al Guichi que hay cambio de planes.

-¿No tendrá sorojchi, hijita? ¿Hago mate de coca también?

-¿Por?

-Uruguay está más abajo, le debe estar doliendo la cabeza -Becky se quedó callada. Yo me quedé callada. Me separé del teléfono y me fijé si había sucedido algo con la llamada. -¿Becky?

-No, nada má. No te preocupes, estaremos al medio día en tu casa.

Me quedé pensando en el ají de arvejas mientras las pelaba en un plato hondo. Había comprado ají seco el anterior fin de semana, tenía que sacarle las pepas y retostarlo un poco más antes de hacer el guiso. Mis dedos resbalaban sobre las arvejas una y otra vez hasta que empecé a sentirlas suaves, como si fueran a deshacerse al caer al plato. Miré con esfuerzo hacia abajo y me acerqué un poco más para ver que las arvejas estén bien. Redondas y verdes, con la raicilla blanca asomándose en algunas de ellas. Empecé a sentir que me miraban, que se frotaban entre ellas y parpadeaban. Se convirtieron en ojos, pequeños, muchísimos, arrancados de las vainas cuyos restos se habían quedado incrustados entre mis uñas.

Pensé en cómo me miraría Becky cuando vea esos ojos en su comida. Ella que siempre había sido tan melindrosa. Algún día debía cocinarle su lasaña.

Tiré los cientos de ojos en el agua hirviendo y escuché sus gritos en medio del vapor que salía de la olla. Intenté limpiarme los restos verdes que tenía entre las uñas, pero no podía, terminaba ensuciando todo cada vez más, aunque tuviera poco tiempo para vigilar la cocina tenía que lavarme las manos.

Caminé al baño, que estaba al otro lado de la casa. Rocky, el perro guardián que me cuidaba me acompañó hasta que entré en el cuarto. Abrí el grifo y el primer chorro salió caliente y a borbotones. Rocky desde el umbral de la puerta jadeaba y su baba se extendía por el suelo, inundando todo, hasta llegar a meterse entre mis dedos, tenía la textura del jabón líquido, espesa.

Enjuagué con él los restos de las arvejas, mientras más quitaba la suciedad de mis manos, más empezaba a sentir el olor de la carne molida sobre el mesón echándose a perder. Rocky tenía el pelo empapado, yacía boca arriba esperando mis caricias, con la panza desbordada. Me sequé las manos con las cortinas y regresé hasta la cocina. Ya voy, ya voy. Silbaba mi garganta mientras me apresuraba.

Sobre el mesón de la cocina estaba la tabla para cortar llena de carne molida. Descongelada toda por completo, el agua roja goteaba y caía por el suelo hacia el desagüe. Tomé un trapo y limpié lo que pude, traté de no resbalar al pisarla. ¿Qué hora será? ¿Ya van a llegar? pensaba, El Rocky seguro iba a ladrar cuando estén en la puerta. Tan buen perro, me seguía a todas partes, ¿dónde lo había dejado?

Para el ají de lenteja debía picar también un par de zanahorias, si el ají no se cocía bien al menos las zanahorias iban a darle buen color. Y además es un vegetal tan saludable. Cuando Becky y Guichi eran niños les hacía comer zanahorias crudas como merienda los fines de semana. Les decía que nunca tendrían que usar anteojos si se las comían y ellos obedecían, mis hijos eran tan buenos.

Solo esperaba que no se dieran cuenta que las zanahorias tenían un buen rato guardadas, porque mientras iba cortándolas con el cuchillo sobre la tabla las sentía arrugadas y viejas, el centro era duro. Solo la piel se resbalaba por los costados. Por suerte tenía tiempo todavía para ponerlas en el guiso, porque las zanahorias no tardan mucho en cocinarse.

El timbre sonó. Y sonreí porque significaba que mis hijos habían llegado. Caminé hacia el lavaplatos para enjuagarme las manos y abrir al fin la puerta. El timbre volvió a sonar, una vez, y otra vez, y otra más.

-¡Ya voy! -qué impacientes. No tenían en cuenta que ahora caminaba más lento. Me sequé las manos con el trapo con el que limpié la carne molida, las puntas de los dedos me ardían, seguro era por la fuerza que había hecho cortando las zanahorias.

Me acerqué al recibidor y giré la llave para abrir la puerta. Una mujer y un hombre me miraban. Ella tenía una caja de cartón en las manos y él una botella oscura.

-No, por favor, no me hagan daño -rogué, distinguiendo esa botella como un arma, que seguro romperían en mi cabeza para llevarse mi dinero y a mis hijos. Llevé mis manos a mi cara y sentí que mis mejillas se humedecían con mis lágrimas, o con el agua que aún escurría de mis dedos.

-Má, ¿qué te has hecho?

-Por favor -la mujer se agachó para dejar la caja en el suelo y me tomó por las muñecas. Ella me había cortado los dedos, porque sangraban, manchaban mi camisón y el suelo. Me habían hecho daño.

-Guichi, llamá a una ambulancia.

-¿Cómo saben su nombre? No se lo lleven, por favor no se lo lleven -rogué una vez más. El hombre dejó la botella en la mesa del recibidor, al lado del teléfono descolgado y usó un aparato pequeño que llevó contra su oído para hablar con alguien. Iban a traer más personas, me iban a hacer más daño.

La mujer me empujó hacia uno de los sillones y me obligó a sentarme mientras presionaba mis manos con una tela. La tela se manchaba de rojo cada vez más.

-Se va a quemar la comida, se va a quemar la comida -empecé a llorar.

-¡Rocky! Má, ¿qué has hecho? -el hombre gritó desde la cocina. La mujer fue a darle alcance, y si no fuera porque su grito retumbó en toda la casa, hubiera aprovechado que dejaron la puerta abierta para escapar.

Pero si me iba, Becky y Guichi no me iban a encontrar cuando llegaran. No podría darles el ají de arvejas que preparé. Mis hijitos.

FIN

Laurentina (Laura Saavedra)

Nació en la ciudad de La Paz, tiene 27 años y actualmente es estudiante de Biología. Obtuvo el primer lugar en la categoría C (para mayores de 18 años) del VII Concurso Municipal de Literatura infantil "Historias Chiquitas y Ch'ukutas" con 'El sombrero de Edgar'. También publicó el cuento 'Ana tiene hambre' en el blog del Club de Lectura La Paz hace poco. Es una aficionada a la lectura y a la escritura. 


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