-No,
no, para qué van a gastar, mejor vengan y les prepararé un ají de arvejas, para
celebrar que el Guichi ha vuelto -sentía que los ojos se me habían humedecido,
veía borroso y solo alcancé a limpiarme las ojeras con el dorso de mi mano. Mis
nudillos estaban fríos. Bajé la mirada y vi que mis pies estaban descalzos,
aunque podía asegurar que me había puesto las pantuflas.
-Sabía
que nos ibas a salir con algo así, el festejo se supone que es para vos -¿Becky
estaba enojada? Desde que era pequeña ella había pensado que quería más a su
hermano que a ella. En vano había intentado convencerla de que ambos eran tan
diferentes.
-Entonces
prepararé lasaña, para que también estés contenta.
-Ya,
má, le diré al Guichi que hay cambio de planes.
-¿No
tendrá sorojchi, hijita? ¿Hago mate de coca también?
-¿Por?
-Uruguay
está más abajo, le debe estar doliendo la cabeza -Becky se quedó callada. Yo me
quedé callada. Me separé del teléfono y me fijé si había sucedido algo con la
llamada. -¿Becky?
-No,
nada má. No te preocupes, estaremos al medio día en tu casa.
Me
quedé pensando en el ají de arvejas mientras las pelaba en un plato hondo.
Había comprado ají seco el anterior fin de semana, tenía que sacarle las pepas
y retostarlo un poco más antes de hacer el guiso. Mis dedos resbalaban sobre
las arvejas una y otra vez hasta que empecé a sentirlas suaves, como si fueran
a deshacerse al caer al plato. Miré con esfuerzo hacia abajo y me acerqué un
poco más para ver que las arvejas estén bien. Redondas y verdes, con la raicilla
blanca asomándose en algunas de ellas. Empecé a sentir que me miraban, que se
frotaban entre ellas y parpadeaban. Se convirtieron en ojos, pequeños,
muchísimos, arrancados de las vainas cuyos restos se habían quedado incrustados
entre mis uñas.
Pensé
en cómo me miraría Becky cuando vea esos ojos en su comida. Ella que siempre
había sido tan melindrosa. Algún día debía cocinarle su lasaña.
Tiré
los cientos de ojos en el agua hirviendo y escuché sus gritos en medio del
vapor que salía de la olla. Intenté limpiarme los restos verdes que tenía entre
las uñas, pero no podía, terminaba ensuciando todo cada vez más, aunque tuviera
poco tiempo para vigilar la cocina tenía que lavarme las manos.
Caminé
al baño, que estaba al otro lado de la casa. Rocky, el perro guardián que me
cuidaba me acompañó hasta que entré en el cuarto. Abrí el grifo y el primer
chorro salió caliente y a borbotones. Rocky desde el umbral de la puerta
jadeaba y su baba se extendía por el suelo, inundando todo, hasta llegar a
meterse entre mis dedos, tenía la textura del jabón líquido, espesa.
Enjuagué
con él los restos de las arvejas, mientras más quitaba la suciedad de mis
manos, más empezaba a sentir el olor de la carne molida sobre el mesón
echándose a perder. Rocky tenía el pelo empapado, yacía boca arriba esperando
mis caricias, con la panza desbordada. Me sequé las manos con las cortinas y regresé
hasta la cocina. Ya voy, ya voy. Silbaba
mi garganta mientras me apresuraba.
Sobre
el mesón de la cocina estaba la tabla para cortar llena de carne molida. Descongelada
toda por completo, el agua roja goteaba y caía por el suelo hacia el desagüe. Tomé
un trapo y limpié lo que pude, traté de no resbalar al pisarla. ¿Qué hora será? ¿Ya van a llegar?
pensaba, El Rocky seguro iba a ladrar cuando estén en la puerta. Tan buen
perro, me seguía a todas partes, ¿dónde lo había dejado?
Para
el ají de lenteja debía picar también un par de zanahorias, si el ají no se
cocía bien al menos las zanahorias iban a darle buen color. Y además es un
vegetal tan saludable. Cuando Becky y Guichi eran niños les hacía comer
zanahorias crudas como merienda los fines de semana. Les decía que nunca
tendrían que usar anteojos si se las comían y ellos obedecían, mis hijos eran
tan buenos.
Solo
esperaba que no se dieran cuenta que las zanahorias tenían un buen rato
guardadas, porque mientras iba cortándolas con el cuchillo sobre la tabla las
sentía arrugadas y viejas, el centro era duro. Solo la piel se resbalaba por
los costados. Por suerte tenía tiempo todavía para ponerlas en el guiso, porque
las zanahorias no tardan mucho en cocinarse.
El
timbre sonó. Y sonreí porque significaba que mis hijos habían llegado. Caminé
hacia el lavaplatos para enjuagarme las manos y abrir al fin la puerta. El
timbre volvió a sonar, una vez, y otra vez, y otra más.
-¡Ya
voy! -qué impacientes. No tenían en
cuenta que ahora caminaba más lento. Me sequé las manos con el trapo con el que
limpié la carne molida, las puntas de los dedos me ardían, seguro era por la
fuerza que había hecho cortando las zanahorias.
Me
acerqué al recibidor y giré la llave para abrir la puerta. Una mujer y un
hombre me miraban. Ella tenía una caja de cartón en las manos y él una botella
oscura.
-No,
por favor, no me hagan daño -rogué, distinguiendo esa botella como un arma, que
seguro romperían en mi cabeza para llevarse mi dinero y a mis hijos. Llevé mis
manos a mi cara y sentí que mis mejillas se humedecían con mis lágrimas, o con
el agua que aún escurría de mis dedos.
-Má,
¿qué te has hecho?
-Por
favor -la mujer se agachó para dejar la caja en el suelo y me tomó por las
muñecas. Ella me había cortado los dedos, porque sangraban, manchaban mi
camisón y el suelo. Me habían hecho daño.
-Guichi,
llamá a una ambulancia.
-¿Cómo
saben su nombre? No se lo lleven, por favor no se lo lleven -rogué una vez más.
El hombre dejó la botella en la mesa del recibidor, al lado del teléfono
descolgado y usó un aparato pequeño que llevó contra su oído para hablar con
alguien. Iban a traer más personas, me iban a hacer más daño.
La
mujer me empujó hacia uno de los sillones y me obligó a sentarme mientras
presionaba mis manos con una tela. La tela se manchaba de rojo cada vez más.
-Se
va a quemar la comida, se va a quemar la comida -empecé a llorar.
-¡Rocky!
Má, ¿qué has hecho? -el hombre gritó desde la cocina. La mujer fue a darle
alcance, y si no fuera porque su grito retumbó en toda la casa, hubiera
aprovechado que dejaron la puerta abierta para escapar.
Pero si me iba, Becky y Guichi no
me iban a encontrar cuando llegaran. No podría darles el ají de arvejas que
preparé. Mis hijitos.
FIN
Laurentina (Laura Saavedra)
Nació en la ciudad de La Paz, tiene 27 años y actualmente es estudiante de Biología. Obtuvo el primer lugar en la categoría C (para mayores de 18 años) del VII Concurso Municipal de Literatura infantil "Historias Chiquitas y Ch'ukutas" con 'El sombrero de Edgar'. También publicó el cuento 'Ana tiene hambre' en el blog del Club de Lectura La Paz hace poco. Es una aficionada a la lectura y a la escritura.