Entre luces y pólvora: La Navidad en La Paz – Fernanda Rocío Miranda Brañez

28.12.2025

Como parte de los 6 mejores trabajos del taller "Navidad Latinoamericana: Estética y tradición", facilitado por Karen Sainz y organizado por el Club de Lectura La Paz, compartimos el ensayo de Fernanda Rocío Miranda Brañez. En este texto, la autora analiza la dimensión ética y humana de la fiesta en la Bolivia contemporánea. 

Cuento "La Navidad que no brillaba, solo abrigaba" de Ana Belen Castro Gomez
Cuento "La Navidad que no brillaba, solo abrigaba" de Ana Belen Castro Gomez

Entre luces y pólvora: una Navidad que resiste

Fernanda Rocío Miranda Brañez

La Navidad en La Paz no llega como una promesa cumplida, sino como una interrogación abierta. No irrumpe con estridencia ni se impone con júbilo; desciende lentamente, como el frío que se instala en las noches de diciembre, obligando a la ciudad a recogerse sobre sí misma. En tiempos de estabilidad, la Navidad suele vestirse de abundancia, luces y música; en tiempos inciertos, como los que atravesamos, se desnuda y revela su verdadero rostro: el de un rito que sobrevive incluso cuando todo parece conspirar en su contra.

Este año, la atmósfera es distinta. Las decisiones tomadas durante el cambio de gobierno han dejado una sensación persistente de fragilidad institucional y emocional. No se trata únicamente de debates políticos, sino de una inquietud más profunda: la percepción colectiva de que el suelo bajo los pies ya no es firme. Las manifestaciones que recorrieron la ciudad no fueron simples episodios aislados; dejaron huellas visibles e invisibles. Aún resuenan los pasos, los cánticos y los silencios posteriores. La pólvora que estalla tanto en el día como en las noches decembrinas no siempre anuncia celebración; a veces evoca la violencia del conflicto, la tensión no resuelta y la memoria reciente que se niega a desaparecer.

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En este contexto, la Navidad parece caminar con cautela. Las calles de La Paz —empinadas, resistentes, históricas— lucen una decoración mínima, casi ausente. Allí donde antes abundaban luces y adornos, hoy hay espacios vacíos. No es desinterés, es necesidad. La subida de precios transforma cada decisión cotidiana en un acto de cálculo: el transporte se encarece, la comida se raciona, la ropa se reutiliza y los juguetes se convierten en un dilema moral. Celebrar se vuelve una pregunta ética: ¿qué significa la fiesta cuando lo esencial escasea?

La ausencia de ornamentos no implica la ausencia del rito. Como sucede con las tradiciones más antiguas, la Navidad se retrae hacia su núcleo cuando las formas externas ya no pueden sostenerla. Se vuelve íntima, silenciosa, casi subterránea. Ya no habita en el exceso, sino en la esperanza de la espera. Y es precisamente en la espera donde revela su dimensión más humana.

Los niños encarnan ese tiempo suspendido. Ellos esperan sin comprender del todo el lenguaje de la crisis, pero intuyen que algo es distinto. Esperan regalos, sí, pero también esperan la reunión familiar, la mesa compartida aunque sea modesta y la risa que interrumpe por un momento la preocupación adulta. Sus ojos se detienen ante una luz intermitente, ante un adorno sencillo, y en esa mirada cabe un asombro que parece desafiar a la realidad. En los niños, la esperanza no es ingenuidad; es una forma primitiva y poderosa de conocimiento, una manera de afirmar que el mundo aún puede ser habitado con sentido.

Incluso los niños de la calle, quienes han sido expulsados tempranamente del refugio que debería ofrecer la infancia, conservan una ilusión que desconcierta y anima al mismo tiempo. Con casi nada entre las manos y con el frío como presencia constante, sonríen. No porque ignoren la dureza de su condición, sino porque su imaginación aún no ha sido completamente colonizada por la desesperanza. En sus ojos hay una verdad que interpela: la felicidad no siempre nace de la posesión, sino de la posibilidad. Son testigos silenciosos de que la dignidad humana puede persistir incluso en la intemperie.

A partir de ellos, y para ellos, emergen los gestos que sostienen el sentido de la Navidad. No son grandes ceremonias ni actos institucionales; son acciones pequeñas, casi invisibles. Personas que se organizan para regalar juguetes usados, ropa abrigada o chocolate caliente acompañado de panetón o galletas. Manos que se extienden sin preguntar demasiado, conscientes de que dar también es una forma de resistir. Otros recuerdan a los perritos de la calle, a los albergues que sobreviven gracias a la solidaridad y al esfuerzo constante. En estos gestos se revela una ética del cuidado que no necesita discursos.

Los abuelitos, muchas veces relegados al margen del relato social, viven la Navidad desde una espera distinta. Desde los asilos decoran con papeles de colores, con árboles improvisados y con una paciencia que conmueve. No esperan grandes obsequios; esperan presencia. Un abrazo, una visita, una palabra que confirme que aún forman parte de la historia familiar. En su espera se concentra una de las preguntas más profundas de estas fechas: ¿qué lugar ocupa el otro cuando deja de ser productivo, cuando su valor ya no se mide en términos económicos?

La Paz, ciudad andina forjada en la superposición de tiempos y culturas, sostiene su vela encendida en medio del viento. Entre el ruido urbano y los estallidos de pólvora, pequeñas luces de colores aparecen con una dignidad silenciosa. No buscan deslumbrar; buscan acompañar. Son luces que no prometen soluciones inmediatas, pero sí una forma de consuelo. En ellas se condensa el esfuerzo colectivo por seguir adelante, por compartir lo poco y convertir la escasez en vínculo.

En este punto, la Navidad contemporánea parece dialogar con su pasado más remoto. Antes de ser una festividad cristiana, antes incluso de adquirir su forma actual, existieron celebraciones como la Saturnalia romana: un tiempo de suspensión del orden habitual, de inversión simbólica de jerarquías y de reconocimiento de una igualdad fundamental entre los seres humanos. Antoine-François Callet capturó ese espíritu en su obra Saturnalia (1783), donde amos y esclavos compartían la mesa, y donde la rigidez social cedía por un instante ante la necesidad de comunidad.

La evocación de la Saturnalia no es un mero ejercicio erudito; es una clave interpretativa. En medio de una sociedad fragmentada por la desigualdad y la crisis, la Navidad reaparece como una tregua moral. No elimina las diferencias estructurales, pero las cuestiona. No promete una igualdad permanente, pero recuerda que toda organización social necesita momentos de reconocimiento mutuo para no deshumanizarse por completo.

Hoy, sin desbordes ni rituales grandiosos, algo de esa Saturnalia persiste en La Paz. Se manifiesta en la solidaridad improvisada, en la mesa compartida sin distinción de clase y en el gesto de quien da sin esperar retorno. La Navidad, así entendida, deja de ser un espectáculo y se convierte en una práctica ética: un recordatorio anual de que la comunidad no es un concepto abstracto, sino una construcción frágil que exige cuidado constante.

Por eso, esta Navidad no es luminosa en exceso, pero es honesta. No oculta el dolor ni la precariedad, pero tampoco renuncia a la esperanza. Es una Navidad que resiste desde abajo, desde lo cotidiano, desde los márgenes. Una llama pequeña, obstinada, que se niega a apagarse incluso cuando el viento arrecia.

Y mientras existan niños que esperen, manos que den, ancianos que aguarden un abrazo y corazones dispuestos a reunirse alrededor de una luz modesta, esa vela seguirá encendida. Tal vez algún día volvamos a celebrar sin miedo ni carencias. Mientras tanto, la Navidad en La Paz cumple su función más antigua y necesaria: recordarnos, en medio de la oscuridad, que aún somos capaces de reconocernos como parte de una misma humanidad.


Fernanda R. Miranda Brañez, nacida el 29 de enero de 2004, tiene 21 años y cursa el cuarto año de Medicina en la Universidad Mayor de San Andrés. Es miembro del Club Estudiantil de Neurocirugía Walter E. Dandy Bolivia y de Mission Brain: UMSA, donde integra el equipo de investigación, profundizando en neurología y neurocirugía. Publicó otros ensayos como: Bolivia Kintsugi y La monstruosidad se gesta en lo invisible. Siente una gran pasión por la lectura, la música, el arte, la filosofía y la poesía, encontrando en Leonora Carrington, Tony Bennett y Frank Sinatra una fuente de inspiración constante.



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