Mi madre y yo teníamos gustos similares, muchas de las
cosas que todavía estaban en su casa se parecían a las que había traído yo.
Comencé a ordenar los adornos en las repisas, uno al lado del otro. Elefantes
de cristal, suyos, al lado de los elefantes de porcelana, míos. Todos con la
cola apuntando hacia la puerta, para la buena suerte. Cuadernos con recetas,
escritas y corregidas por ella misma, en el mismo cajón junto a los libros de
recetas de cocina fusión que yo solía coleccionar con los periódicos de los
domingos hace diez años. Y algunos de sus discos de vinilo, deformados por
haberlos dejado un fin de semana bajo el sol por un olvido, colgados en la
pared como decoración, encima de mi parlante con conexión Bluetooth.
Las cajas que había vaciado se fueron llenando de
nuevo con las cosas suyas que iba guardando. A pesar de que intentaba y pasaba
mucho tiempo pensando en cómo acomodar todas sus cosas junto a las mías, no
podía ponerlo todo junto. Cerré las cajas nuevamente y las guardé otra vez en
el depósito, que ya estaba barrido y despejado.
La casa se veía diferente, en todas las habitaciones
ahora había cosas mías. Las ventanas habían pasado todo el día abiertas, el
aire estaba fresco, las paredes respiraban. Y de algún modo todavía se sentía
como si en aquella casa vivieran dos personas.
Me llevé a mí misma hacia mi cama, luego de haber
tomado una larga ducha, y me sumergí en un sueño sin imágenes ni pensamientos.
Solo recuerdo que en medio de la oscuridad abrigada por mis párpados pesados
pensaba que así era como se sentía dormir cansado.
Al día siguiente desperté con la mirada fija en la
cabecera de mi cama, intentaba recordar cómo fue que la llevé hasta allí yo
sola. Estiré las manos sobre el colchón de mi cama, buscando la montaña de ropa
sin acomodar y no la encontré. Toda la ropa, vestidos, abrigos, pantalones,
incluso los zapatos que antes se amontonaban detrás de la puerta, estaban
dentro del ropero, cada uno en un colgador, o doblados dentro de los cajones o
acomodados por pares en la grada de la puerta corrediza.
Un espejo con marco de mimbre apoyado en la cómoda
frente a mi cama reflejaba mi cara pálida, y era el primer rostro que reflejaba
desde la última vez que mi madre se había retocado el labial rojo frente a él.
No recordaba cuándo era la última vez que había visto aquel espejo o dónde lo
había encontrado, ni siquiera recordaba porqué yo querría tener espejos dentro
de mi habitación.
Afuera, en la sala, el parlante de Bluetooth se había
sincronizado con mi celular para tocar los tangos de los domingos, a volumen
moderado, que hacían vibrar las cortinas blancas traslúcidas de sus muebles y
los míos. Y mientras me acercaba, me preguntaba en qué momento me había
parecido buena idea que el tapiz de corderoy amarillo combinaba bien con la
cuerina blanca de mi sillón minimalista.
De repente me sentí como una intrusa, pues dentro de
su casa todo empezaba a cobrar vida y a tomar sentido, incluso mis cosas
mezclándose con sus cosas, hasta el punto en que dejaban de ser mías. Su taza
de café frío, su viejo azucarero de metal convencía a mis cubiertos de quedarse
a vivir allí con ellos.
Las grietas que los visitantes no se detendrían a ver
en las esquinas de las paredes empezaban a curvarse en armonía con las manchas
de humedad que se disimulaban bajo la pintura color crema. No había nadie allí,
aun así, sentía muchos ojos observando mis manos temblando y mi espalda
jorobada, desencajada de duda. Los elefantes fríos de las repisas señalaban con
sus trompas hacia la puerta que escondía las cajas de mudanza recién vaciadas.
El timbre de la casa rompió el compás de los tangos,
los perros en la calle aullaron.
Era la factura de luz, que todavía llegaba a su
nombre.