Cuento "Su casa" de Laurentina

04.10.2020

Te presentamos uno de los tres mejores cuentos escritos en el "Taller online de escritura de cuentos con énfasis en la temática del encierro y la pausa descriptiva", facilitado por la escritora Montserrat Fernandez y organizado por nuestro Club de Lectura La Paz.

Su casa

Laurentina

Dos perlas del collar cayeron y rebotaron en el suelo hasta desaparecer debajo del ropero de la habitación. Me quedé con el resto, enredado entre mis dedos y acunado entre mis manos. Era un collar viejo y que había sido de mi madre hace mucho tiempo. Lo guardé en el joyero, en una esquina junto con los anillos de plata opacos y los brazaletes enredados que tenían circones incrustados.

Al arrodillarme para revisar debajo del ropero y recuperar las perlas, me di cuenta de la gruesa capa de polvo y telarañas que se había acumulado en ese espacio con el tiempo. Una de las perlas quedó estancada entre la pata del ropero y la pared, la otra se frenó contra una caja de zapatos vieja y arrugada, seguro porque en algún momento estuvo humedecida; probablemente estuvo allí abajo muchos más años de los que yo había vivido en esa casa.

Sentí mis labios torcerse en una mueca y por un par de segundos pensé en dejar la caja, las perlas y el polvo debajo de ese ropero por un par de décadas más. Solo lo pensé, porque antes de decidirlo mi mano ya había atravesado el espacio gris entre el suelo y la madera para alcanzar la caja de zapatos. Unos hilos transparentes y pegajosos acariciaron mis nudillos en cuanto toqué el cartón y arrastré la caja hacia afuera, junto con el polvo, las pelusas y unas cuantas hormiguitas muertas.

La caja apenas había evitado que el tiempo se hubiera colado por las esquinas y las rendijas, todo lo que estaba guardado dentro estaba sucio y envejecido, con una cara descolorida. Había papeles apilados, escritos con tinta, que ya se había desvanecido. Había fotografías, algunas de mi madre, algunas de personas que no conocía. Había pañuelos bordados a mano. Había algunas cosas que, si podía limpiarlas bien, se verían lindas en la sala, en el comedor o en la mesa de noche al lado de mi cama.

Ella se había ido hace tres años y un poco más, yo me había mudado a su casa hace el mismo tiempo. Nunca había terminado de mudarme, quizá porque todavía sentía que era su casa. Aún tenía cajas sin abrir apiladas en uno de los depósitos y tampoco había instalado la cabecera de mi cama, ni había ordenado mi propia vajilla en la cocina y, evidentemente, tampoco había querido sacar sus cosas de su antigua habitación.

Tal vez fue por la caja o por la cantidad de polvo debajo del ropero, o quizá porque no tenía ánimos de salir desde hace tres años y un poco más, de repente no quise que mis propias cajas de mudanza terminen como aquella caja de zapatos, vieja, humedecida y empolvada, esperando que alguien por casualidad las abra y descubra qué había en su interior. Incluso yo, dudaba si aquellas cosas, que son insignificantes para mí, fueron valiosas para mi madre. Y dudaba también si lo correcto sería conservarlas en la misma oscuridad o dejarlas desteñirse con los años ante los ojos de alguien más.

Empujé la mesa del comedor y las sillas hacia la sala, y también empujé los sillones, unos contra otros, hasta tener un lugar amplio y despejado para comenzar a sacar las cajas de mudanza del depósito. Las abrí, una por una, cortando la cinta adhesiva con los dientes de una llave y empecé a sacar todo, separando apenas por grupos, como si fuera una venta de garaje, lo que iría en cada habitación o ambiente de la casa. Encontré vasos desportillados, ceniceros de todos los tamaños, encontré algunos utensilios que incluso en mi anterior casa había dado por perdidos. Y mientras las cajas se vaciaban, el desorden dentro de la casa crecía y me sepultaba.

Mi madre y yo teníamos gustos similares, muchas de las cosas que todavía estaban en su casa se parecían a las que había traído yo. Comencé a ordenar los adornos en las repisas, uno al lado del otro. Elefantes de cristal, suyos, al lado de los elefantes de porcelana, míos. Todos con la cola apuntando hacia la puerta, para la buena suerte. Cuadernos con recetas, escritas y corregidas por ella misma, en el mismo cajón junto a los libros de recetas de cocina fusión que yo solía coleccionar con los periódicos de los domingos hace diez años. Y algunos de sus discos de vinilo, deformados por haberlos dejado un fin de semana bajo el sol por un olvido, colgados en la pared como decoración, encima de mi parlante con conexión Bluetooth.

Las cajas que había vaciado se fueron llenando de nuevo con las cosas suyas que iba guardando. A pesar de que intentaba y pasaba mucho tiempo pensando en cómo acomodar todas sus cosas junto a las mías, no podía ponerlo todo junto. Cerré las cajas nuevamente y las guardé otra vez en el depósito, que ya estaba barrido y despejado.

La casa se veía diferente, en todas las habitaciones ahora había cosas mías. Las ventanas habían pasado todo el día abiertas, el aire estaba fresco, las paredes respiraban. Y de algún modo todavía se sentía como si en aquella casa vivieran dos personas.

Me llevé a mí misma hacia mi cama, luego de haber tomado una larga ducha, y me sumergí en un sueño sin imágenes ni pensamientos. Solo recuerdo que en medio de la oscuridad abrigada por mis párpados pesados pensaba que así era como se sentía dormir cansado.

Al día siguiente desperté con la mirada fija en la cabecera de mi cama, intentaba recordar cómo fue que la llevé hasta allí yo sola. Estiré las manos sobre el colchón de mi cama, buscando la montaña de ropa sin acomodar y no la encontré. Toda la ropa, vestidos, abrigos, pantalones, incluso los zapatos que antes se amontonaban detrás de la puerta, estaban dentro del ropero, cada uno en un colgador, o doblados dentro de los cajones o acomodados por pares en la grada de la puerta corrediza.

Un espejo con marco de mimbre apoyado en la cómoda frente a mi cama reflejaba mi cara pálida, y era el primer rostro que reflejaba desde la última vez que mi madre se había retocado el labial rojo frente a él. No recordaba cuándo era la última vez que había visto aquel espejo o dónde lo había encontrado, ni siquiera recordaba porqué yo querría tener espejos dentro de mi habitación.

Afuera, en la sala, el parlante de Bluetooth se había sincronizado con mi celular para tocar los tangos de los domingos, a volumen moderado, que hacían vibrar las cortinas blancas traslúcidas de sus muebles y los míos. Y mientras me acercaba, me preguntaba en qué momento me había parecido buena idea que el tapiz de corderoy amarillo combinaba bien con la cuerina blanca de mi sillón minimalista.

De repente me sentí como una intrusa, pues dentro de su casa todo empezaba a cobrar vida y a tomar sentido, incluso mis cosas mezclándose con sus cosas, hasta el punto en que dejaban de ser mías. Su taza de café frío, su viejo azucarero de metal convencía a mis cubiertos de quedarse a vivir allí con ellos.

Las grietas que los visitantes no se detendrían a ver en las esquinas de las paredes empezaban a curvarse en armonía con las manchas de humedad que se disimulaban bajo la pintura color crema. No había nadie allí, aun así, sentía muchos ojos observando mis manos temblando y mi espalda jorobada, desencajada de duda. Los elefantes fríos de las repisas señalaban con sus trompas hacia la puerta que escondía las cajas de mudanza recién vaciadas.

El timbre de la casa rompió el compás de los tangos, los perros en la calle aullaron.

Era la factura de luz, que todavía llegaba a su nombre.


Laura Saavedra (La Paz) tiene actualmente 28 años y es estudiante de Biología. Obtuvo el primer lugar en la categoría C (para mayores de 18 años) del VII Concurso Municipal de Literatura infantil "Historias Chiquitas y Ch'ukutas" con 'El sombrero de Edgar'. También publicó el cuento 'Ana tiene hambre' y 'Má' en el blog del Club de Lectura La Paz. Es aficionada a la lectura y a la escritura.Coordina el ciclo de tertulias de Stephen King (pronto a reactivarse) y también coordinó un conversatorio sobre la metamorfosis del Lector al Escritor con apoyo del Club de Lectura La Paz en el mes de julio de este año. 

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"La persona, sea caballero o dama, que no obtenga placer de una buena novela, debe ser intolerablemente estúpida." – Henry Tilney, La Abadía de Northanger de Jane Austen (traducción de César Aira).

Nuestro Club de Lectura La Paz, con el apoyo de la Embajada de Brasil en Bolivia, el Instituto Guimarães Rosa (IGR), el Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil, el Gobierno Federal de Brasil y la colaboración de la Editorial Mandacaru, presenta el proyecto "Voces Afrobrasileñas: Proyecto de Fomento a la Lectura de Autoras Afrobrasileñas".