«Pero el miedo no es eso.
«Lo presentí en África. Y, sin embargo, es
hijo del Norte; el sol lo disipa como una niebla. Fíjense en esto, señores.
Entre los orientales, la vida no vale nada; se resignan en seguida; las noches
están claras y vacías de las sombrías preocupaciones que atormentan los
cerebros en los países fríos. En Oriente, donde se puede conocer el pánico, se
ignora el miedo.
«Pues bien, esto es lo que me ocurrió en esa
tierra de África:
«Atravesaba las grandes dunas al sur de
Uargla. Es éste uno de los países más extraños del mundo. Conocerán la arena
unida, la arena recta de las interminables playas del Océano. ¡Pues bien!
Figúrense al mismísimo Océano convertido en arena en medio de un huracán;
imaginen una silenciosa tormenta de inmóviles olas de polvo amarillo. Olas
altas como montañas, olas desiguales, diferentes, totalmente levantadas como aluviones
desenfrenados, pero más grandes aún, y estriadas como el moaré. Sobre ese mar
furioso, mudo y sin movimiento, el sol devorador del sur derrama su llama
implacable y directa. Hay que escalar aquellas láminas de ceniza de oro, volver
a bajar, escalar de nuevo, escalar sin cesar, sin descanso y sin sombra. Los
caballos jadean, se hunden hasta las rodillas y resbalan al bajar la otra
vertiente de las sorprendentes colinas.
«Íbamos dos amigos seguidos por ocho espahíes
y cuatro camellos con sus camelleros. Ya no hablábamos, rendidos por el calor,
el cansancio, y resecos de sed como aquel desierto ardiente. De pronto uno de
aquellos hombres dio como un grito; todos se detuvieron; permanecimos
inmóviles, sorprendidos por un inexplicable fenómeno conocido por los viajeros
en aquellas regiones perdidas.
«En algún lugar, cerca de nosotros, en una
dirección indeterminada, redoblaba un tambor, el misterioso tambor de las
dunas; sonaba con claridad, unas veces más vibrante, otras debilitado,
deteniéndose, e iniciando de nuevo su redoble fantástico.
«Los árabes, espantados, se miraban; uno
dijo, en su idioma: "La muerte está sobre nosotros." Y entonces, de pronto, mi
compañero, mi amigo, casi mi hermano, se cayó de cabeza del caballo, fulminado
por una insolación.
«Y durante dos horas, mientras intentaba en
vano salvarle, aquel tambor inalcanzable me llenaba el oído con su ruido
monótono, intermitente e incomprensible; y sentía deslizarse por mis huesos el
miedo, el verdadero miedo, el odioso miedo, frente al cadáver amado, en ese
agujero incendiado por el sol entre cuatro montes de arena, mientras el eco
desconocido nos arrojaba, a doscientas leguas de cualquier pueblo francés, el
redoble rápido del tambor.
«Aquel día entendí lo que era tener miedo; y
lo supe aún mejor en otra ocasión...
El comandante interrumpió al narrador:
-Perdone, señor, pero ¿aquel tambor? ¿Qué
era?
El viajero contestó:
-No lo sé. Nadie lo sabe. Los oficiales, a
menudo sorprendidos por ese ruido singular, lo suelen atribuir al eco
aumentado, multiplicado, desmesuradamente inflado por las ondulaciones de las
dunas, de una lluvia de granos de arena arrastrados por el viento al chocar con
una mata de hierbas secas; ya que siempre se ha comprobado que el fenómeno se
produce cerca de pequeñas plantas quemadas por el sol, y duras como el
pergamino.
«Aquel tambor no sería más que una especie de
espejismo del sonido. Eso es todo. Pero no lo supe hasta más tarde.
«Sigo con mi segunda emoción.
«Ocurrió el invierno pasado, en un bosque del
noreste de Francia. El cielo estaba tan oscuro que la noche llegó dos horas
antes. Tenía como guía a un campesino que andaba a mi lado, por un pequeñísimo
camino, bajo una bóveda de abetos a los que el viento desenfrenado arrancaba
aullidos. Entre las copas veía correr nubes desconcertadas, nubes enloquecidas
que parecían huir ante un espanto. A veces, bajo una inmensa ráfaga, todo el
bosque se inclinaba en el mismo sentido con un gemido de sufrimiento; y me
invadía el frío, a pesar de mi paso ligero y mi ropa pesada.
«Teníamos que cenar y dormir en la casa de un
guardabosque, cuya morada ya no quedaba muy lejos. Iba allí para cazar.
«A veces mi guía levantaba los ojos y
murmuraba: "¡Qué tiempo tan triste!" Luego me habló de la gente a cuya casa
llegábamos. El padre había matado a un cazador furtivo dos años antes y, desde
entonces, parecía sombrío, como atormentado por un recuerdo. Sus dos hijos, ya
casados, vivían con él.
«La noche era profunda. No veía nada delante
de mí, ni a mi alrededor, y las ramas de los árboles chocaban entre sí llenando
la noche de un incesante rumor. Finalmente vi una luz y en seguida mi compañero
llamó a una puerta. Nos contestaron los gritos agudos de unas mujeres. Después
una voz de hombre, una voz sofocada, preguntó: "¿Quién es?" Mi guía dio su
nombre. Entramos. Fue un cuadro inolvidable.
«Un hombre viejo de pelo blanco y mirada
loca, con la escopeta cargada en la mano, nos esperaba de pie en mitad de la
cocina mientras dos mozarrones, armados con hachas, vigilaban la puerta.
Distinguí en los rincones oscuros a dos mujeres arrodilladas, con el rostro
escondido contra la pared.
«Nos presentamos. El viejo volvió a poner su
arma contra la pared y mandó que se preparara mi habitación; luego, como las
mujeres no se movían, me dijo bruscamente:
«-Verá usted, señor; esta noche, hace dos
años, maté a un hombre. El año pasado volvió para buscarme. Lo espero otra vez
esta noche.
«Y añadió con un tono que me hizo sonreír:
«-Por eso no estamos tranquilos.
«Le tranquilicé como pude, feliz por haber
venido precisamente aquella noche, y asistir al espectáculo de ese terror
supersticioso. Conté varias historias y conseguí tranquilizarles a casi todos.
«Cerca del fuego, un viejo perro, bigotudo y
casi ciego, uno de esos perros que se parecen a gente que conocemos, dormía el
morro entre las patas.
«Fuera, la tormenta encarnizada azotaba la
pequeña casa y, a través de un estrecho cristal, una especie de mirilla situada
cerca de la puerta, veía de pronto todo un desbarajuste de árboles empujados
violentamente por el viento a la luz de grandes relámpagos.
«Notaba perfectamente que, a pesar de mis
esfuerzos, un terror profundo se había apoderado de aquella gente, y cada vez
que dejaba de hablar, todos los oídos escuchaban a lo lejos. Cansado de
presenciar aquellos temores estúpidos, iba a pedir acostarme, cuando el viejo
guarda de pronto saltó de su silla, cogió de nuevo su escopeta, mientras
tartamudeaba con una voz enloquecida:
«-¡Ahí está! ¡Ahí está! ¡Lo oigo!
«Las dos mujeres volvieron a caerse de
rodillas en los rincones, escondiendo el rostro; y los hijos volvieron a coger
sus hachas. Iba a intentar tranquilizarlos otra vez, cuando el perro dormido se
despertó de pronto y, levantando la cabeza, tendiendo el cuello, mirando hacia
el fuego con sus ojos casi apagados, dio uno de esos lúgubres aullidos que
hacen estremecerse a los viajeros, de noche, en el campo. Todos los ojos se
volvieron hacia él; ahora permanecía inmóvil, tieso sobre las patas, como
atormentado por una visión; se echó de nuevo a aullar hacia algo invisible,
desconocido, sin duda horroroso, ya que todo el pelo se le ponía de Punta. El
guarda, lívido, gritó:
«-¡Lo huele! ¡Lo huele! Estaba ahí cuando lo
maté.
«Y las dos mujeres enloquecidas se echaron a
gritar con el perro.
«A mi pesar, un gran escalofrío me corrió
entre los hombros. El ver al animal en aquel lugar, a aquella hora, en medio de
aquella gente enloquecida, resultaba espantoso.
«Entonces, durante una hora, el perro aulló
sin moverse; aulló como preso de angustia en un sueño; y el miedo, el espantoso
miedo entró en mí; ¿el miedo a qué? ¿Lo sabré yo? Era el miedo, y punto.
«Permanecíamos inmóviles, lívidos, en espera
de un acontecimiento horroroso, aguzando el oído, el corazón latiendo,
descompuestos al menor ruido. Y el perro se puso a dar vueltas alrededor del
cuarto, oliendo las paredes y siempre gimiendo. ¡Aquel animal nos volvía locos!
Entonces el campesino que me había guiado se abalanzó sobre él, en una especie
de paroxismo de terror furioso, y abriendo una puerta que daba a un pequeño patio,
echó al animal afuera.
«Éste se calló en seguida, y nos quedamos
sumidos en un silencio aún más terrorífico. Y de pronto todos a la par tuvimos
una especie de sobresalto: un ser se deslizaba contra la pared, en el exterior,
hacia el bosque; luego pasó junto a la puerta, que pareció palpar con una mano
vacilante; no volvimos a oír nada más durante dos minutos que nos convirtieron
en insensatos; luego volvió, siempre rozando la pared; y raspó ligeramente,
como lo haría un niño con la uña; y de pronto una cabeza apareció contra el
cristal de la mirilla, una cabeza blanca con ojos luminosos como los de una
fiera. Y un sonido salió de su boca, un sonido indistinto, un murmullo
quejumbroso.
«Entonces un estruendo formidable estalló en
la cocina. El viejo guarda había disparado. Inmediatamente sus hijos se
precipitaron, taparon la mirilla levantando la gran mesa que sujetaron con el
aparador.
«Y les juro que al oír el estrépito del
disparo que no me esperaba tuve tal angustia en el corazón, el alma y el
cuerpo, que me sentí desfallecer y a punto de morir de miedo.
«Nos quedamos ahí hasta la aurora, incapaces
de movernos, de decir una palabra, crispados en un enloquecimiento inefable.
«No nos atrevimos a desatrancar la salida
hasta no ver, por la hendidura de un sobradillo, un fino rayo de día.
«Al pie del muro, junto a la puerta, yacía el
viejo perro, con el hocico destrozado por una bala.
«Había salido del patio escarbando un agujero
bajo una empalizada.»
El hombre de rostro moreno se calló; luego
añadió:
-Aquella noche no corrí ningún peligro, pero
preferiría volver a empezar todas las horas en las que me enfrenté con los
peligros más terribles, antes que el minuto único del disparo sobre la cabeza
barbuda de la mirilla.